PREGÓN - SEMANA SANTA -VILLAFÁFILA 2017

D. MANUEL DE LA GRANJA ALONSO

Leído por su hijo D. José Luis de la Granja

 

 

     

D. Manuel de la Granja Alonso

D. José Luis de la Granja

 

Empiezo saludando a los asistentes a este acto en la Iglesia de Santa María del Moral de Villafáfila y agradeciendo a la Junta Pro Semana Santa que se haya acordado de mí al proponerme hacer el pregón de la Semana Santa de este año, a pesar de mi avanzada edad de 93 años, de mi debilitada salud desde que tuve un ictus en 2009 y de mi imposibilidad material de viajar a Villafáfila por encontrarme en una silla de ruedas desde hace dos años. Pero conservo la lucidez mental suficiente para afrontar este encargo contando con la ayuda de mi hijo José Luis, que es historiador de profesión, como yo he sido historiador de Villafáfila por devoción durante veinte años de mi vida. Sin duda, tal ha sido el motivo principal de esta invitación, por la que me siento muy honrado y agradecido, en particular a las personas que me la han hecho llegar a través de mi hijo: Jesús Ruiz, José Luis Domínguez y Elías Rodríguez, mi amigo y también historiador de Villafáfila, con quien he compartido esta afición y alguna publicación. Agradezco especialmente la presencia de mis familiares, tanto del pueblo como los que han venido de otros lugares, sintiendo mucho no poder estar hoy con ellos.

Cuando acepté la amable propuesta de la Junta hace unos meses, no sabía cómo podía hacerlo. Para aclararme, lo primero que hice fue leer los pregones que se han expuesto en esta Iglesia en los seis últimos años por personas que he conocido. De ellos el que más me ha inspirado ha sido el de Volusiano Calzada Fidalgo, porque tiene varios puntos en común conmigo: los dos nacimos en Villafáfila en el seno de una familia de labradores y, tras hacer nuestros primeros estudios en la escuela del pueblo, cursamos el bachillerato en un colegio religioso de la provincia de Zamora, para después vivir lejos de Villafáfila (él, mucho más lejos que yo, ya que fue misionero en América), pero siempre con la añoranza de nuestra tierra natal. Volusiano Calzada nació en 1942 y dedicó una parte de su pregón a contar su vida. También yo, que le saco casi veinte años, voy a contaros a vosotros, mis paisanos, algo de mi vida, sobre todo en relación con Villafáfila. Aquí viví de niño y de joven, hasta que mi trabajo de profesor me llevó por otras regiones de España, de donde siempre venía a pasar parte del verano, hasta que mi enfermedad y los achaques de mi edad me han impedido volver desde un viaje fugaz en 2010, como era mi mayor deseo. Pero, aunque no pueda estar aquí físicamente, tened por seguro que todos los días me encuentro mentalmente en Villafáfila y hablo a menudo de Villafáfila a las personas que me cuidan en la residencia, en la que vivo desde hace tres años, y a los familiares más cercanos con los que paso los domingos: mi hijo, mi nuera, mi consuegra y mis nietos.

Vine al mundo el 10 de junio de 1923, en tiempos de la Monarquía de Alfonso XIII, el bisabuelo del rey actual, pocos meses antes de que el general Miguel Primo de Rivera instaurase su Dictadura hasta 1930. Nací en una casa de la calle Del Moral, en la que vivían mi abuela materna Elisa Granado, ya viuda (por haber fallecido su marido Manuel Alonso), y mis padres Consolación Alonso y Julio de la Granja, del que heredé su apodo: “Bomba”, que a su vez provenía del nombre de un caballo que tuvo mi abuelo Emilio. Fui bautizado en esta Iglesia Santa María del Moral. Mi casa natal lindaba con la casa de unos parientes de mis abuelos maternos: los padres de Tarsilo y Victoria Blanco, muy arraigados en el pueblo: D. Tarsilo, casado con su prima Anastasia Sánchez, fue el maestro durante muchos años y Victoria regentó el autobús de línea de Villafáfila a Zamora, junto con su marido Agustín García, más conocido como “el Americano”. Mi familia ha estado siempre muy unida a la de ellos y sus descendientes; de ahí que algunos de estos hayan querido estar presentes en este acto.

Mis investigaciones históricas sobre Villafáfila me llevaron a indagar mis orígenes familiares en el siglo XIX. El primer ascendiente apellidado De la Granja que llegó a este pueblo fue un sargento de la Guardia Civil llamado Juan, natural de Paredes de Nava en Palencia, que fue destinado a Villafáfila, donde se casó con Gaspara Costilla, de familia de abolengo: su escudo está en el suelo de esta misma Iglesia. El hijo de ambos fue mi abuelo: Emilio de la Granja Costilla, que fue mucho tiempo médico de Villafáfila y casó con Ángeles Ruiz, propietaria de tierras. Por eso, mi abuelo fue también agricultor. Al morir en 1937, repartió sus tierras entre sus seis hijos, si bien solo dos de ellos se quedaron en el pueblo y fueron labradores: mi tío Juan y mi padre Julio, quien heredó y compró a sus hermanos la casa familiar en la calle Botica. Sigo conservando esta casa, así como las fincas heredadas de mis progenitores. Tuve también una pequeña bodega, en la que hice vino algunos años. Mi padre falleció prematuramente en 1953, lo que obligó a mi madre a vender el ganado que tenía (salvo unas pocas gallinas) y a arrendar sus tierras. Ella continuó viviendo en Villafáfila hasta unos años antes de fallecer: murió en 1990 en Alicante. Desde hace mucho tiempo las tierras que poseo en el pueblo son cultivadas por Leonardo Rodríguez del Teso y mi sobrino Jesús Rodríguez de la Granja, hijo de Germán, que tiene un año más y mejor salud que yo.

Al cabo de nueve décadas, apenas guardo recuerdos de mi niñez, que transcurrió en los años que precedieron a la Guerra Civil. Me acuerdo del cura D. Francisco Lera, que tuvo problemas en la II República. Estudié en la escuela del pueblo; entonces había dos escuelas de niños y una de niñas. Hice los primeros cursos del bachillerato en Zamora, estando interno en un colegio y yendo a clase al instituto, y los últimos como alumno interno en los Escolapios de Toro, pasando las vacaciones con mis padres en Villafáfila, donde ayudaba en las labores del campo durante el verano. En los años cuarenta cursé la carrera de Ciencias Químicas en la Universidad de Salamanca, adonde viajaba en tren desde la estación de La Tabla. Mi Facultad estaba justo enfrente de la catedral salmantina. La enseñanza era muy teórica y poco práctica.

Al estudiar Químicas pensaba que trabajaría en una fábrica, pero no fue así, sino que enseguida mi profesión fue la docencia. Tras un curso en Madrid, preparando el doctorado, gracias a un anuncio que leí en el diario ABC me fui a Almadén (pueblo de ricas minas de mercurio en la provincia de Ciudad Real) para impartir clases en una academia. Fue allí donde conocí a mi esposa, Pilar Sainz, con la que contraje matrimonio en 1951 y de la que tuve cuatro hijos: tres chicos y una niña, que murió a los pocos días de nacer. Desde ese año fui catedrático de Física y Química en Institutos de Enseñanza Media: primero, seis cursos en Daimiel, localidad agrícola de Ciudad Real; después, veinte años en Llodio, pueblo industrial de Álava cercano a Bilbao, y un curso en Baracaldo (Vizcaya), y, por último, desde 1979 hasta mi jubilación en 1988 en Alicante. He vivido casi un cuarto de siglo en esta ciudad levantina y más tiempo aún en Bilbao, de cuya Universidad fui también profesor en varias Escuelas Técnicas, para las que publiqué un manual titulado Temas de Química en 1969. Desde el año 2003 me quedé definitivamente en Bilbao, donde falleció mi mujer en 2011.

No voy a cansaros con más detalles de mi vida. Hoy es Domingo de Ramos y comienza la Semana Santa, con la que tiene que ver el pregón que me habéis encargado. Por tanto, debo contar mis recuerdos de cómo era la Semana Santa en mi lejana juventud, una época tan distinta de la actual, y paso a hacerlo de forma somera.

Una tradición peculiar de Villafáfila, que se ha conservado hasta la actualidad, tenía lugar poco antes del carnaval: eran los “jueves de compadres y de comadres”, que se celebraban por separado: un jueves los chicos se reunían en una casa y comían, entre otras cosas, un postre llamado orejas, y el siguiente hacían lo mismo las chicas por su cuenta. La Semana Santa empezaba el Domingo de Ramos con la “subasta de santos”, en la que los mejores postores llevarían los pasos subastados. El de la subasta más elevada solía ser el paso con la imagen de Jesús Nazareno, por la que había gran devoción en el pueblo, mientras que el de menor subasta era el Cristo de la Urna, que era el más pesado. Recuerdo haber llevado el paso con la imagen de San Juan. Era habitual que las jóvenes estrenasen vestidos nuevos el Domingo de Ramos. Ya sabéis el refrán: Domingo de Ramos, quien no estrena nada no tiene ni pies ni manos.

El Ayuntamiento contrataba a un predicador, que venía de Benavente, Zamora o Astorga, a pronunciar ocho sermones, referidos a los distintos capítulos de la Pasión de Cristo, y a confesar. Como muchas personas cumplían entonces el precepto pascual, su confesonario estaba muy concurrido esos días de la Semana Santa.

Un momento importante para los niños de entonces era el de las “tinieblas”, cuando tocábamos las carracas y los carrancones en la iglesia produciendo mucho ruido, que molestaba al sacerdote que he mencionado antes: D. Francisco Lera. Conservé mi carrancón y hace ya unos cuantos años, después de repararlo, lo doné al Museo Etnográfico de Zamora.

El desfile procesional iba acompañado del canto del “Miserere”, al que seguía el “Perdona a tu pueblo, Señor” al acercarse a la iglesia. La procesión de mayor interés era la del “Encuentro” el Viernes Santo por la mañana. De las Iglesias de San Martín y Santa María del Moral salían los pasos de Jesús Nazareno, la Virgen María y San Juan; estos últimos se situaban en los extremos de la plaza del pueblo, en cuyo centro estaba el paso de Jesús Nazareno. Entonces el predicador decía: “Corre Juan a ver a María”, y la gente añadía: “que te está esperando en la puerta del tío Chafarría”. Al oír estas palabras, el paso de San Juan salía corriendo hacia el de la Virgen María, ante el cual los penitentes lo inclinaban, para continuar enseguida al encuentro con el paso de Jesús Nazareno, donde se repetían las inclinaciones. El público asistente estaba pendiente de estas reverencias, porque mostraban el estado en que se encontraban los penitentes después de haber pasado la noche tomando limonada, vino, aguardiente y chocolate con churros. Los jóvenes portaban la imagen de San Juan, que a veces acababa malparada al caerse y romperse algún trozo. No era muy edificante, pero así sucedía.

La devoción de Villafáfila por Jesús de Nazareno fue siempre muy grande. Así lo corrobora un acontecimiento que nos transmitieron nuestros antepasados (a mí me lo contó mi padre): a inicios del siglo XX el cura párroco deseaba vender su imagen, pero no lo pudo hacer porque, enterados los vecinos, hubo un gran tumulto ante la Iglesia de San Martín, hasta el punto de que la Guardia Civil tuvo que proteger al cura ya que corría peligro su integridad física.

Cada cuatro años, en los años bisiestos, se celebraba el “Descendimiento” en la tarde del Viernes Santo. Consistía en la representación que realizaban los sacerdotes mediante las imágenes de la crucifixión, el descendimiento y el entierro, en la Urna, de Jesucristo, que era seguida de la procesión. En los oficios de ese día se adoraba la Cruz de nácar, que, según la tradición, había sido enviada desde Jerusalén.

El Ayuntamiento de la villa, con su alcalde a la cabeza, asistía a las celebraciones litúrgicas ocupando el “banco”, lugar destacado en esta Iglesia de Santa María del Moral.

Tales son los recuerdos, escasos, que conservo de la Semana Santa durante mis años mozos, porque desde que empecé a trabajar, me casé y tuve hijos a principios de los años cincuenta ya solo pude venir a Villafáfila en los veranos, aprovechando que los docentes teníamos unas largas vacaciones estivales.

Voy a dedicar la última parte de este pregón a explicaros cuál fue mi principal ocupación durante las dos décadas posteriores a mi jubilación con 65 años, pues se centró en Villafáfila. Si, como se ha dicho, la patria es la infancia, sin duda la mía es Villafáfila, donde nací y me crié de niño. Habiendo vivido casi todo el tiempo fuera de mi pueblo, consideré entonces, desde 1988, que debía saldar la deuda que tenía contraída con mi patria chica y decidí dedicarme en adelante al estudio de su arte y su historia, apenas conocidas e investigadas. Esto contribuyó a que descubriese que mi auténtica vocación intelectual no eran las ciencias, a las que me había dedicado desde mis años de estudiante en la Universidad de Salamanca, sino las artes, en concreto la pintura y la escultura, y la historia, en especial del Medievo y la Edad Moderna. Y a ellas me consagré con amor y pasión, con una afición tan tardía como intensa, hasta el punto de que llenó veinte años de mi vida y, si no fueron más, se debió a que el ictus que sufrí a los 86 años me impidió prolongarla hasta hoy mismo.

Valga como botón de muestra este ejemplo: Me gustaba el dibujo y sabía dibujar, habiendo hecho los numerosos dibujos incluidos en mis libros de Química, pero nunca había tenido ocasión de pintar. Poco después de jubilarme me matriculé en una academia y aprendí a pintar. ¿Para qué, os preguntaréis? Pues para pintar lo que más me gustaba de Villafáfila, cosa que hice durante varios años: así, pinté cuadros de esta misma Iglesia Santa María del Moral, el Ayuntamiento, la plaza San Martín, mi casa familiar, los palomares, las salinas, etc. Aunque esos cuadros, que adornan las paredes de sendos pisos en Bilbao y Alicante, tengan muy escaso valor artístico, para mí valen mucho sentimentalmente. No descarto que algún día puedan estar en Villafáfila. De todos ellos hay uno al que tengo especial cariño: es un retrato de mi nieta Rebeca, vestida con el traje regional, traje típico que heredé de mi madre y regalé a mi única nieta cuando aún era niña, que lo estrenó, según consta en una fotografía de entonces, que me sirvió para pintarlo.

Mi primer trabajo histórico fue un libro, de cerca de 500 páginas, titulado Estudio histórico, artístico, religioso, agrícola y humano del Real Monasterio de Santa María de Moreruela de la Orden Cisterciense, editado por la Diputación de Zamora en 1990. Cuando conocí este Monasterio, tan próximo a Villafáfila, con ocho siglos de historia, no solo estaba en ruinas (unas ruinas que emocionaron a D. Miguel de Unamuno en 1911) y abandonado, sino que servía de establo para el ganado al encontrarse dentro de una dehesa de propiedad privada. Afortunadamente, al visitarlo por última vez en 2010, comprobé que una parte había sido restaurada y en ella se celebran eventos culturales. En la dedicatoria del libro escribí: “A Villafáfila, mi pueblo, siempre en lucha con el Monasterio de Moreruela, en defensa de sus derechos”. Y en el prólogo explicaba el motivo de este libro: “Lo he realizado para dar a conocer a nuestra tierra, tan olvidada de todos, de nosotros mismos; por ello te lo presento a ti nuestra Castilla, nuestra Zamora, nuestra Villafáfila, que todo es lo mismo, otrora grandes y ahora pequeñas para dar a conocer las riquezas que poseemos, por desgracia desconocidas para nosotros mismos”. En él sostengo que Moreruela fue la primera de las fundaciones cistercienses en la Península Ibérica en el siglo XII. Como anécdota os diré que por eso tuve una controversia con un fraile gallego, que reivindicaba esa primacía para otro Monasterio, en el II Congreso Internacional sobre el Císter en Galicia y Portugal, celebrado en Orense en 1998. Al final de mi comunicación en dicho Congreso pedía a la Junta de Castilla y León, propietaria desde 1994 de las ruinas de Moreruela, “su reconstrucción, porque su religión, agricultura, economía e historia representan, en tiempos pasados, buena parte de las de nuestra Región Castellana”. No es este el momento de resaltar la gran importancia histórica y artística de Moreruela, puesta de relieve por tesis doctorales y diversas publicaciones: entre ellas sobresale una obra excepcional por su calidad y su tamaño, editada en 2008 por la Junta de Castilla y León con el título de Moreruela, un monasterio en la Historia del Císter, en la que ya se estudia el proceso de restauración de Moreruela y en la que tuve la satisfacción de participar gracias a Elías Rodríguez.

Precisamente, la Junta ayudó a la publicación de mi segundo libro: Villafáfila: Historia y actualidad de una villa castellano-leonesa, que tuve el honor de presentar en esta misma iglesia un domingo de 1996, como recordaréis algunos. En él refutaba la leyenda de que Villafáfila había sido fundada por Favila, el rey astur, hijo de D. Pelayo, muerto por un oso en el siglo VIII, y demostraba que había sido fundada dos siglos después por un campesino llamado Fáfila, que le puso su nombre: “Villa de Fáfila”. En homenaje a nuestro fundador, conseguí que el Ayuntamiento le dedicase un monumento, situado en la calle Botica, muy cerca de mi casa familiar. De los más de mil años de existencia de nuestro pueblo destaco un acontecimiento de suma importancia en la historia de Castilla y de España: la Concordia de Villafáfila, sellada en la Iglesia de San Martín. Como esta desapareció en 1953, en 1990 hice colocar en el edificio construido en su solar una lápida conmemorativa, cuyo texto reza así: “Tratado de Villafáfila. En este lugar, antigua Iglesia de San Martín de Villafáfila, celebraron conversaciones en el año de 1506 el Rey D. Fernando el Católico y el Archiduque de Austria D. Felipe el Hermoso para el traspaso del gobierno del Reino de Castilla”. En 2006, el Ayuntamiento puso en su fachada una lápida por el V Centenario de la Concordia de Villafáfila. Y encima de ella hay otra que recuerda varios hitos históricos que estudié en el libro: desde su fundación por Fáfila en el siglo X hasta la reserva nacional de aves migratorias desde 1986, pasando por el Señorío de la Orden Militar de Santiago y del Marqués de Tábara.

Este libro sobre Villafáfila no fue solo mío, pues tuvo un segundo autor. Como indiqué en su prólogo, incluí “un estudio realizado sobre las parroquias de Villafáfila por nuestro recordado Rdo. D. Camilo Pérez Bragado, como homenaje póstumo al mismo”. D. Camilo, como todos le conocíamos, llegó de sacerdote en los años cincuenta y fue el párroco de esta Iglesia hasta su fallecimiento. Hombre afable y querido por el pueblo, se dedicó a investigar sobre las siete parroquias que llegó a tener Villafáfila: Santa Marta, San Andrés, San Juan, El Salvador, San Pedro, San Martín y Santa María del Moral. En su trabajo estudiaba las imágenes, por lo que incorporé fotografías en blanco y negro de varias de ellas.

El trabajo de D. Camilo me sirvió de acicate para escribir mi último libro: El arte de una villa castellano-leonesa: Villafáfila, que en 2008 editó la UNED de Zamora contando con la colaboración del Instituto de Estudios Zamoranos Florián de Ocampo, que aportó 64 fotografías en color de las obras artísticas mencionadas en sus páginas. Muchas de ellas son imágenes religiosas, que se encuentran en esta iglesia (los pasos de la Semana Santa) o en el Museo parroquial, creado por el párroco actual, D. Agapito Gómez, cuya meritoria labor quiero reconocer públicamente en este acto. Cuatro fotografías muestran los sillones de San Atilano y San Froilán: dos sillones que se hallaban en mal estado y que logré que fuesen restaurados; de su valor artístico da idea el hecho de que estuvieron en la exposición de las Edades del Hombre en Zamora.

Tal ha sido, en resumidas cuentas, el trabajo en el que me volqué con entusiasmo nada más jubilarme hasta que mi mala salud y los achaques propios de mi edad me impidieron continuar con él. Valoro mucho más estas obras escritas como historiador aficionado que las que hice como profesor de Química. De ahí que haya pedido a mi hijo que, cuando fallezca, en la esquela, debajo de mi nombre y apellidos, deben figurar estas palabras: “Historiador de Villafáfila”. Es algo de lo que me enorgullezco y por lo que me agradaría ser recordado. Es el legado que dejo a mis paisanos como castellano viejo que soy. Por eso, os pido a todos, en especial a las autoridades municipales, que conservéis y valoréis nuestro rico patrimonio histórico y artístico, que merece la pena que se difunda y se conozca, junto con nuestra riqueza natural: las salinas con su reserva nacional de aves.

Voy a concluir este pregón, que es atípico porque es también mi despedida de vosotros. Por ello, estoy muy agradecido a las personas que pensaron en mí para pronunciarlo y siento enormemente no poder estar ahora con todos vosotros, que estáis escuchando su lectura por mi hijo. Es significativo que escogiese dos fotografías de esta Iglesia Santa María del Moral para ilustrar las portadas de mis libros sobre Villafáfila. Refleja la trascendencia que ha tenido en mi vida: en su pila fui bautizado y aquí vendré en mi último viaje a Villafáfila, cuando Dios me llame. Entonces, volveré a mi tierra, a mis raíces, a reunirme para siempre con mis padres y mis parientes muy queridos en el panteón familiar. Y termino con la dedicatoria que puse en el libro sobre su historia: “A Villafáfila que recibió mi cuerpo al nacer y espero que dé descanso a mis restos al morir”.


Autor:

José Luis Domínguez Martínez.

 

Texto:

D. Manuel de la Granja Alonso.

Pregonero de la Semana Santa 2017.

 

Fotografía:

José Luis Domínguez Martínez.

 

Transcripción y montaje:

José Luis Domínguez Martínez.

 

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